sábado, 1 de septiembre de 2018

"MADRUGADA DE VIERNES SANTO DE 194..."

Allá por los años sesenta del pasado siglo, la edición sevillana del diario ABC publicaba en cuaresma una sección dedicada a temas cofrades, con el título "Oro y esparto", en la que se incluyeron artículos que son auténticas joyas históricas y literarias. La que hoy traemos aquí, publicada el día de San José de 1968, dedicada a nuestra hermandad, no lo es menos y se debió a la pluma de D. José Antonio Calderón Quijano, catedrático de Historia de América, Director de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos y en aquella época, aunque por su natural modestia firmara este artículo sólo con sus nombre y apellidos, Excelentísimo Rector Magnífico de la Universidad de Sevilla (1). Hace en ella Calderón Quijano un retrato de como había vivido dos décadas antes la experiencia única de salir de nazareno de nuestra cofradía, en su época más difícil, en aquellos años de la posguerra. Aunque el estudioso incluye en su descripción algunas escenas costumbristas, de las que no gustaban ni gustan mucho recordar en el seno de nuestra corporación, lo hace con un tacto exquisito, transportándonos a otro tiempo que hay que entender más que juzgar, y terminaba valorando todo lo que la hermandad había luchado para llegar a ser -ya en la época en que escribe esta semblanza- una de las mejores cofradías de Sevilla.




Isidro, Juan y yo salimos ese año en los Gitanos. El motivo no viene al caso, pero si quizás algo de lo que vimos en aquella cofradía. Cofradía de barrio tan propia en todos sus detalles, no salía entonces de San Román, sino de Santa Catalina. Tampoco llevaba sus imágenes de siempre. El fuego las había destruido con su templo, y sólo había dejado intacta la fe y el entusiasmo en sus hermanos y devotos. La cofradía salía en precario. Todo nuevo, pobre y apenas terminado. Sacar los pasos a la calle era el resultado de un gigantesco esfuerzo de la Junta de restauración. La casa del hermano mayor le había servido de sede. Una gran habitación baja se utilizaba por las noches como sala de juntas, pero durante el día servía también de taller de costura, depósito de cera, oficina de contratación, y otros infinitos menesteres que sólo los verdaderos cofrades conocen. Son aquéllos el nervio de una cofradía, y sin ellos no se pueden poner los pasos a la calle.

Llegó el Viernes de Dolores y sólo faltaba una semana para salir. A primera vista, todo estaba dispuesto y preparado. Faltaban, sin embargo, los infinitos detalles, cuya insignificancia estaba en razón directa de sus imprescindibilidad. Todavía recuerdo que esa tarde hubo quien dijo que no se había caído en la cuenta de las sotanas y capillas de los acólitos que llevaban los ciriales. No había que pensar en el terciopelo, ni en los bordados. Una pieza de tela blanca, escasa y a precio subido, resolvió lo primero. Los escudos bordados fueron sustituidos por unos impresos, a modo de sellos en tela. La sencillez absolutamente blanca, hacía más digna aquella inmaculada pobreza.

Llegó el momento de la salida, esperada con más expectación que nunca. El templo, abarrotado de devotos y nazarenos, a quienes acompañaban sus familiares -madre, hermanas, novias, hijos, hermanillos-, presentaba un aspecto único. 

Las cofradías de barrio son infinitamente más originales y características que las otras. Y entre ellas las de la madrugada. Hay hermanos -y esto ocurre desde mucho antes que la Semana Santa fuera anunciada y pregonada por la radio y la televisión- que se visten poco después del mediodía del Jueves Santo. La ropa, preparada cuidadosamente por madres o esposas, presenta ese día un aspecto de suma pulcritud. No vamos a insistir sobre el acontecimiento que para la familia, los chiquillos y las vecinas significa el vestirse de nazareno. A continuación viene la protocolaria visita a los compadres, que aguardan impacientes la ocasión para convidar al cofrade con aguardiente y torrijas. Y así, con ansia y emocionada expectación, se aguarda cada año la hora de dirigirse a la iglesia. Ya en esta viene la organización de la cofradía. Pero en los Gitanos, la organización fue sencilla, natural y sin resabios oficinescos. Nada de listas ni localizaciones prefijadas. La primera medida fue sacar a la calle la Cruz y los faroles. Luego se colocó un largo banco, perpendicular a la puerta, y el mayordomo dio la orden de salida. Los nazarenos dejaban el banco en medio, y de esta manera sencilla se formaba la doble fila (2).

En la calle, la cofradía tampoco era una más. A la derecha del atrio un grupo compacto, formado por todos los calés, presenciaba con silencioso respeto la salida de sus pasos. Aislados del resto de la gente, con personalísima dignidad, los descendientes de los faraones presentaban con extraordinario realismo sus genuinas características raciales. Rostros angulosos y aceitunados, cabellos negrísimos y brillantes, pañuelos anudados al cuello evocaban la fina y apropiada dicción lorqueña.

Lo primero de todo fue dirigirse a la plaza de San Román, donde tendría lugar un desagravio frente a la iglesia que, convertida en hoguera, lejos de acabar su devoción, había reavivado su fe. Allí, entre saetas, vibraba la población congregada y constituía un espontáneo y rotundo mentís al amañado plebiscito que veinte siglos antes condenara al Justo. Si en algo tiene cualidades únicas la Semana Santa sevillana es a su general manifestación de anhelo por la justicia. En la protesta, anualmente renovada, ante la mayor monstruosidad judicial que ha existido. Y el pueblo la siente, y la renueva con el mismo vigor del primer día, mostrando así una de las más excepcionales cualidades de su propia idiosincracia.

Desde San Román, y por el itinerario habitual bajamos por Bustos Tavera, la calle Feria, la Europa y Trajano hasta el Duque, donde comienza la carrera oficial (3).

Pasados ya tantos años conserva mi memoria vivas escenas en que se mezclan la devoción, la ilusión del nazareno y muchos otros detalles que son el exponente de toda una manera de ser.

Recuerdo un gitanillo, estampa viva de un apunte de Martínez de León, que fumaba un gran veguero, con alarde y ufanía, procurando eludir, no siempre con éxito, la presencia y la reconvención del celoso diputado de tramo.

Mantenía levantado su antifaz -pesa lo suyo el terciopelo durante cerca de once horas-, so pretexto de ver la hora en un gran reloj pendiente de una gruesa cadena de oro, que su padre le debió dar para que lo llevara durante la estación.

Al llegar al Duque los familiares y los amigos de los nazarenos abandonan la cofradía durante la carrera oficial, y no vuelven a acompañarla hasta después de pasar frente al balcón principal del Palacio Arzobispal y entrar en Matacanónigos.

Allí de nuevo, y progresivamente durante el regreso, se van incorporando y acompañan a las imágenes hasta la llegada al templo, pasando por la plaza de San Pedro y la calle Almirante Apodaca entre los efluvios de la radiante mañana, el humo de los puestos de calentito, los globos, las mesitas de dulces y sultanas y la feliz alegría del barrio que vive anualmente en esa su mejor mañana.

Distante aquella fecha. Cada año, en la madrugada única, y al pasar la cofradía por las Dueñas, me emociona el pensar lo que han conseguido la creciente fe, el espíritu y la perseverancia de una de nuestra mejores hermandades.

José Antonio CALDERON QUIJANO

María Stma. de las Angustias regresando a su barrio por el lado derecho de la plaza de Argüelles, hoy Cristo de Burgos.
  (Fototeca municipal, archivo Serrano)



1.- José Antonio Calderón Quijano (Puebla de los Ángeles, México, 1916 - Sevilla, 1995), dejando a un lado sus méritos profesionales, fue un hombre muy religioso y enamorado de la Semana Santa sevillana. Aparte de efímero nazareno de nuestra cofradía perteneció a las hermandades de Pasión y los Estudiantes.
2.- Ignoramos si aquella improvisada organización de la salida de la cofradía fue algo circunstancial. Lo cierto es que el más antiguo cuadrante que se conserva en el archivo de nuestra secretaría es de 1950.
3.- En aquellos años era frecuente que el recorrido de ida se hiciera por la Alameda, pasando por la plaza de la Europa, donde residía y tenía su imprenta D. Francisco Vera Mármol, gran benefactor y hermano mayor honorario de la corporación.