Hace mucho, mucho tiempo, hubo un arzobispo en Sevilla -de cuyo nombre no consigo acordarme- que invitado a predicar en una función de la hermandad se le ocurrió preguntar dónde estaban los gitanos. No sé si fue aquel cardenal catalán que pensó que la hermandad no debía salir en la madrugada del Viernes Santo, porque su pobreza desentonaba con el resto de las hermandades de la jornada, y al que los gitanos convencieron haciéndole al Señor la más espectacular de las túnicas bordadas. O lo mismo fue el navarro que entendía que eso de cantar saetas por martinetes o siguiriyas gitanas era poco más o menos que una irreverencia y había que prohibirlas. En cualquier caso estoy seguro de que de Sevilla o de Andalucía no era, pues aquí tenemos ese sino. Perdonadme, pero hace de esto tanto tiempo que no he podido conseguir más datos.
Aquel día, en aquella función, más de uno se preguntaba: "¿Que dónde están los gitanos? ¿Y yo qué soy?¿Finlandés?". En esa lejana época, la hermandad había crecido mucho, quizás hasta demasiado, y es verdad que la corporación no era ya aquella comunidad de sangre, aquella hermandad étnica de antaño. En ella tenía entrada todo el que supiera querer al Señor de la Salud y a su bendita madre, la Virgen de las Angustias.
El caso es que tales palabras dolieron, como no podía ser menos. Aquel arzobispo tenía que haber hecho, antes de criticar a la hermandad, un examen de conciencia ¿Qué había hecho la Iglesia por los gitanos? ¿Se respetaba su cultura? ¿Se les dejaba ser iguales pero diferentes? Un grupo de gitanos pensó que había que darse a valer, que había que demostrar que ellos, a pesar de todo, seguían ahí, junto a la hermandad que fundaron sus mayores en tiempos duros de persecución, cuando eran los mismos sacerdotes -que tenían los registros de los bautizos- los que señalaban quien era castellano viejo y quien era de los nuevos, esa gente del bronce que merecía ir "a sacar piedras del agua".
Mira por donde que los señores habían pensado que aquel año debía de salir el Señor de la Salud a presidir un Via Crucis, y un tal Manuel Moreno, hijo de José el de la Sal, habló con el hermano mayor, gitano como él.
-Josemari, al Señor lo queremos portar los gitanos. Hacer ver que seguimos aquí. Es sólo una chicotá, no pedimos más.
Y el hermano mayor planteó tal inquietud a su junta, y decidieron que sí, que un grupo de callos reales sacarían del templo al Señor. ¿Qué templo? Tampoco estoy muy seguro si aquello sucedió en el Pópulo, en San Esteban, en San Nicolás, o en alguno de las muchas iglesias por las que pasó la hermandad en su errante caminar.
Había un gitano muy anciano, tío Quini le llamaban. De la familia de los Serrano. Seguramente descendiente de aquel Martín Serrano que reorganizó la hermandad en 1815, después de que las ilustradas autoridades hubieran querido extinguirla. Su padre, de nombre también Joaquín, hijo de un Serrano y una Filigrana, había sido precisamente hermano mayor posteriormente, en otra época aún más dura. Unos tiempos en los que la hermandad lo había perdido todo, incluso a sus Benditos Titulares, víctimas del odio y de la sin razón.
El tío Quini, con sus ochenta y cinco años, pensaba que su tiempo en la hermandad había pasado ya, que aquella era una cofradía muy distinta a la que él había conocido. Se conformaba con venir a ver a sus titulares cuando menos gente hubiera, y rezarles en la intimidad. La mayoría de las personas con las que él había convivido ya faltaban ¿Y quién lo conocía a él ya? ¿Quién sabía de las fatigas de su padre?
Pero Manuel, el hijo del de la Sal, habló con el tío Joaquín Serrano, con los Antúnez, con los Moreno, con los Vega, los Jiménez, los Lérida, los Vargas, los García, los Rodríguez, los Peña, con todas esas familias que estaban allí desde el principio y a las que el Excmo. y Rvdmo. Arzobispo no creyó ver en aquella Solemne Función. Y se presentaron a las puertas del templo. Y sí, el tio Quini, con sus ochenta y cinco años, agarró la parihuela izquierda de las andas, junto a su gente, y sacó a la calle a su Señor de la Salud, a su Cristo: el de los Gitanos. Y quiso el Señor un lejano primer lunes de cuaresma pasearse por Sevilla en olor de multitudes como hacía mucho tiempo que no lo hacía, y en su semblante de bronce se le veía contento y orgulloso, porque los gitanos seguían con Él, y Él -como decía aquella saeta de Pepe Valencia- seguía muriendo por sus gitanos.
Aquellos hombres habían hecho historia de la hermandad.
Aquellos hombres habían hecho historia de la hermandad.